El techo de gasto
En las últimas semanas nos hemos hartado de escuchar opiniones sobre la necesidad, o no, de colocar un techo de gasto para evitar que nuestros gobernantes puedan dejarnos a casi todos en bancarrota. No deja de ser paradójico que sea un término tan arquitectónico el que –al menos en España-, intente poner fin a los desmanes ocurridos a la sombra del ladrillo.
Para unos es básico limitar el poder del Estado que comprime las libertades personales –mejor un techo, y bien bajo-, y para otros no es menos primordial que el “Aparato” mantenga todas sus herramientas intactas para proteger a los humanos de ellos mismos –mejor un patio-.
Es la enésima escenificación de la discusión sobre el tamaño del Estado, de la jaula de hierro de Weber, del contrato social de Hobbes.
A mí personalmente me importa un bledo que se “construya” o no ese techo, y no porque no tenga una opinión al respecto, o porque no me importen sus implicaciones, sino porque considero que no servirá de nada mientras no se ataque la raíz del problema, las personas.
Siempre ha habido quien se ha aprovechado –y quien no- de las situaciones, activamente en los sistemas más neo-liberales, comiendo para no ser comidos, y con pasividad en los sistemas más sociales y comunitarios, dejándose llevar en una plácida nube de protección.
A riesgo de repetirme, si las personas no responden, el sistema, sea el que sea, tampoco. Está por ver si seremos capaces de conseguir el difícil equilibrio de Nietzsche entre lo que consideramos razonable y nuestras incontrolables pulsiones internas, pero nuestras sociedades hace tiempo que salieron del “estado de Naturaleza” y puede que en esta mayoría de edad no sea ya válido esconderse detrás de la afirmación de que los humanos “somos así”.
Aunque como bien dijo Durkheim, el entorno en el que se nace influye notablemente en la persona, no lo es menos que la acción social diaria también, y ahí la educación tiene mucho que decir.
Los avances en los estudios sobre educación como los llevados a cabo por Ken Robinson en la Universidad de Londres, confirman que otro tipo de educación nos ayuda a tener mayor grado de altruismo y creatividad, en contraposición a la actual, pensada en términos de productividad y competitividad.
Si lo asociamos a la investigación realizada durante más de 30 años por James Fowler en la Universidad de San Diego sobre la influencia del entorno social, o los increíbles descubrimientos llevados a cabo en Siberia sobre la transmisión intergeneracional de rasgos de personalidad agresiva o pacífica en zorros y ratas, empieza a ser poco razonable hablar de que “somos así”, ya que evolucionamos con rapidez y parece que tenemos algo que decidir en la línea a seguir, la de lobos agresivos que necesitan ser controlados tras los barrotes de una jaula imaginaria, o la seres más altruistas, conscientes de que el bienestar ajeno aumenta el propio.
Imagen: Monte Wolverton, Cagle Cartoons
Posted by: Raúl Alonso Estébanez
Me gusta la cita de Ken Robinson, vas por buen camino. Las personas que van a vivir el futuro son las que tienen que imaginar el futuro, de acuerdo. Pero creo que además de fomentar la creatividad para inventar propuestas, también va en paralelo la formación en valores que nos ayudan a situar en una dimensión social los logros. Algunos llaman a esto altruismo, nosotros lo llamamos sentido común con los pies en el suelo. Gracias por tus propuestas llenas de sentido.